Bienvenido navegante sin estrellas...por estos lados las palabras serán de otros porque a veces resulta más fácil así y porque no siempre mis palabras alcanzan...varias veces me quedo sin ellas...

jueves, 14 de febrero de 2013

El Gualicho de Alejandro Dolina


Gualicho o Walicho era el nombre que los indios pampas daban al genio del mal, al diablo, al hermano rebelde del creador Chachao. Pero también se llama gualicho a la hierba o filtro que suele usarsepara enamorar por arte de hechicería.
Hoy ya casi nadie cree en estas cosas. Pero en mi pueblo sí creíamos.
Hace muchos años, llegó de Buenos Aires un joven farmacéutico llamado Bejerman. Su verdadero nombre era Tortorello, pero el hombre había comprado la antigua farmacia Berjeman y es sabido que los farmacéuticos llevan el nombre de su farmacia. Tortorello venía de ser Katz en Azul y supe que el verdadero Bejermanes ahora Teplisky en el pueblo de Pilar.
Pues bien, Bejerman vendía un yuyo que, agregado al mate, producía el enamoramiento súbito del que se lo tomaba hacia el cebador.
En el pueblo empezó a comentarse la eficiencia casi obscena de aquel producto que Bejerman vendía con fingida reserva.
Todas las tardes, los jóvenes se reunían a tomar mate en glapones apartados. Las ruedas se iban achicando vuelta tras vuelta, ya que los repentinos ardores iban excluyendo del concurso a los sucesivos cebadores y a sus objetos de deseo que, a su turno, marchaban al galope hacia los yuyales de la vecindad. 
Al parecer, el efecto del gualicho duraba apenas unas horas. Esto lo hacía más atractivo porque permitía disfrutar de los deleites uegentes sin tener que soportar los trámites penosos de la ulterioridad.
Con el tiempo, las personas de mayor edad y aún algunos grupos de matrimonios se aficionaron al uso de yuyo de Bejerman, hasta que llegó un momento en que todo el pueblo andaba engualichado.
Las idas y vueltas del mate caprichoso solían dibujar fugaces laberintos de amores cruzados.
En ocasiones, alguien recibía mates sucesivos de distintos cebadores.
Otras veces el cebador que engualichaba a alguien era engualichado a su vez por otra persona.
También habían mates tomados por error, manotazos usurpadores y hasta chupadas por turno de un mismo cimarrón.
Yo, en aquel tiempo, no sabía a quién amaba. Le había dado mate a todas las chicas del pueblo. Pero a decir verdad, todas habían mateado con todos.
Un día cambiaron al comisario. Nombraron a un tal Barrientos que, ni bien se enteró de estos asuntos, prohibió redondamente el gualicho.
El pueblo se resistió. Las mateadas se hicieron clandestinas. Pero con Barrientos no se jugaba. En cualquier momento aparecía en medio de la rueda con cuatro o cinco vigilantes, secuestraba las pavas, las yerberas y los mates y si se hallaban rastros de gualicho, los metía a todos en el calabozo.
por fin, el intendente negoció un acuerdo. El gualicho quedaría prohibido, salvo un día por año, dedicado a la celebración de la Fiesta Del Mate. Durante toda esa jornada se podría engualichar libremente.
Así en mi pueblo, todos los 11 de agosto nos enamorábamos una o varias veces. La gente tomaba mate en las calles. Cualquier desconocido podía se convidado.
Unos años más tarde, para simplificar las cosas, se instaló un gigantesco mate en la plaza, con miles de pavas e innumerables bombillas, de suerte que todos cebaban y todos tomaban. Es decir, todos se enamoraban de todos. 
Las orgías de la Fiesta Del Mate aún se recuerdan. Y, por cierto, hay en el pueblo centenares de muchachos que no saben de qué mate son hijos.
Una noche, no hace tanto tiempo, visité a Bejerman en su casa. 
A falta de mate, tomamos licor que nos sirvió su mujer. A la tercera copita, el farmacéutico cayó en estado confidencial.
-Si me promete no decírselo a nadie, voy a contarle algo: El gualicho no existe. Lo que traje a este pueblo es un yuyo cualquiera, creo que contra el resfrío. Pero la gente creyó que enamoraba. Y enamorarse es creer que uno se enamora. Todos pensaban que algo los empujaba. Y era cierto. Pero ese algo, si me permite el lugar común o la grosería, lo llevaban dentro. Además, hay algo que lamentar entre tanta polvadera. En todos estos años nadie se enamoró de verdad. Todos creían ser víctimas del gualicho y los amores eternos duraban dos horas. El único que se salvó de esa desgracia fui yo. Yo sabía que no había yuyo que valiera y entonces viví amores puros, sin trampas ni gualichos. Y por eso estoy al lado de esta mujer, por una decisión soberana de mi corazón...
En ese momento, la mujer, que volvía de la cocina, le dijo mientras le ponía la mano en el hombro:
-Eso es lo que vos te creés.

domingo, 3 de febrero de 2013

LA LLUVIA Y LOS HONGOS ( 1958 )

¿Sinceridad? Cuidado con la palabrita. Por lo pronto, querida, no era este nuestro convenio de hace cuatro horas. ¿Recuerdas lo que dijimos? No existe el pasado. Claro que es difícil abolirlo. Pero reconoce que hubiera sido lindo quedarnos con nuestra imagen de hoy, vos y yo en aquel zaguán oscuro, provisoriamente resguardados del aguacero, vos y yo sintiendo que de pronto circulaba entre ambos la corriente milagrosa, vos y yo inscribiéndonos tácitamente en el compromiso de venir aquí, o a cualquier habitación tan sórdida como esta, para repetir, como siempre con fundadas esperanzas, la búsqueda del amor.
Después de todo, ¿Qué crees que es la sinceridad? ¿Que yo te diga lo que te gusta y vos me digas lo que me revienta? Cuidado con la palabrita. La sinceridad (cuando es sincera, porque también hay una sinceridad falluta) siempre nos llevará a odiarnos un poco. Ahora me da lastima verte así, tan indefensa, tan iluminada. ¿Quieres apagar la luz? Conviene que te cubras, por lo menos. Además, ya no llueve. A lo mejor, tienes razón. Terminada la lluvia, el pasado vuelve a nacer, como los hongos. ¿Quieres que empiece por la infancia con padres, con libros y sin ternura? No, esa parte es más bien tediosa. ¿O quieres que empiece por la zona de amistad? Ya se, estarás pensando: cuantas ventajas para el hombre, Dios mío (porque vos decís a menudo diosmio), no cultivan la virginidad ni tienen lo pies fríos ni soportan la menstruación, y, como si eso fuera poco, poseen la necesaria ingenuidad para creerse amigos, nosotras en cambio sabemos a que atenernos: nos encontramos, nos reímos con cierto escándalo, nos besamos simbólicamente con los labios en el aire, decimos pestes de las cuñadas, de las primas, de las presuntas amigas ausentes, comparamos detalles de nuestros novios, amantes o maridos, intercambiamos falsas confidencias y besamos otra vez el aire antes de separarnos con la misma sorba, con la misma envidia contenida. Si, estarás pensando en eso, y quizá tengas un poco de razón. Pero la verdad es que a mi no me ha hecho feliz la amistad. Simplemente compruebo. Tuve exactamente tres amigos. Ya ves que no es tan fácil. Sólo tres. El primero se quedó con un sobre que contenía mi sueldo y nunca más supe de el. Con el segundo me tomé a golpes, y las cicatrices respectivas (esta del pómulo, otra en su hombro derecho) nos impiden olvidarlo todo. En cuanto al tercero, me quitó una novia. No, esa vez yo no estaba realmente enamorado. Lo importante vino después. Fue la única ocasión en que me sentí vivir en pleno, como un animal nuevo y despierto, ágil, sensible, aunque horriblemente preocupado. Estaba, como explicarte, deslumbrado ante esos inesperados matices de posesión y de ternura que descubría en los menos comunicables de mis pensamientos. Pasaba como un fantasma por mi empleo, por la calle, por mi casa. Estaba enamorado como puede estarlo un chico de su maestra, o de la amiga de su hermana mayor. ¿Cómo era ella? Bah, era inculta, primaria, pero tenía una sabiduría instintiva que la hacía intocable, una sensibilidad que convertía en perfecto todo cuanto hacía. Hablaba con gran elocuencia, un poco a balbuceos, pero poseía la elocuencia más difícil: la de las actitudes. Frente al problema más intrincado, su actitud era siempre irreprochable. Tenía un increíble olfato de lo que estaba bien. Un desequilibrio que a la postre me resultó intolerable. Ella me quería, estoy seguro, pero había una suerte de juego mezclado a su amor. Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio. Pero mi amor, llamémoslo así, tampoco era limpio. Estaba, como te diré, contaminado de respeto. Y así no se puede, claro. Quizá ella tenía la horrible sensación de ser tomada en serio. Nunca se sabe. De todos modos, era un desequilibrio. Un día no pude más y la golpee. Tuve que hacerlo. La golpee, la humillé, la obligué a cometer acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable. Ya se que es difícil de comprender, no precisa que me mires así. No lo conseguí, claro. Porque ella pudo resistir. ¿No te digo que la obligué? En ese momento pensé que lo había conseguido. Estaba allí, asombrada y despreciable, y yo podía mirarla sin respeto, como si hubiera verdaderamente prostituido su pasado. Pero al día siguiente ella adoptó de nuevo la única actitud irreprochable, la única que podía purificar la inmundicia de la víspera. ¿Todavía no comprendes? Abrió el gas. La maté, claro ¿Querías decir eso? Fui el culpable, el único ¿Te das cuenta? Y ahora, por favor, hablemos de otra cosa. De tus amores, por ejemplo.


Fuente: http://www.facebook.com/mariobenedettiparaleer